Don Pedro II fue el último emperador de Brasil. Hombre de gran cultura y elevados sentimientos éticos, tuvo que dejar el poder en 1889, cuando floreció la República.
Se sabe cuánto amaba el arte y a los artistas y, una vez, en Paris, aceptó de buen grado cenar con Víctor Hugo, en casa del autor, lo que dejó gratificado enormemente al famoso escritor, al compartir su cena con, nada más ni nada menos, que el Emperador de Brasil.
Un pequeño hecho de su vida fue narrado por los periódicos de aquellos tiempos. A Su Majestad le gustaba caminar, a la mañana temprano, por las calles de Petrópolis, ciudad que lleva este nombre en su homenaje, pues allá pasaba los días de verano, en la mansión que es actualmente el bellísimo Museo Imperial.
En uno de eses días, al verlo un basurero esclavo, lo saludó diciéndole: “Buen día, señor Emperador”. A lo que él le respondió: “Buen día y gracias!”
La persona que lo acompañaba, le dijo: “Señor Emperador, no queda bien dirigirle su palabra a un esclavo!”. Don Pedro le contestó: “Si yo no le respondiera, por cierto te diria que él tiene más educación que yo!”
Pero, no es exactamente sobre él que escribo este comentario, pero sí por el “Rey Obá II, figura exótica, cuyo mayor orgullo era merecer la atención del emperador. Se trata del alférez Galvão, figura importante en las recepciones del Palacio Imperial en Río de Janeiro, que hoy alberga el Museo Nacional, magnífica construcción donada por un rico comerciante portugués.
Transcribo ahora las palabras de la investigadora Lilia Moritz Schwarcz de su libro “Las Barbas del Emperador”, editado por la Companhia das Letras, en 1998:
“Figura destacada en las recepciones de São Cristóvão (foto), barrio carioca donde está el Museo), el alférez Galvão ostenta el falso título de una ilustre personalidad, el rey Obá II, de África, pretendiente de la corona, quien destituido de su derecho a herencia, ambiciona hoy día la soberanía sobre toda África. Él es un negro grande y fuerte, y su padre OBÁ I fue vencido en una guerra y vendido como esclavo en Brasil donde, más tarde, compró su libertad demasiado tarde para regresar a Africa y reconquistar el trono y donarlo a su hijo, de nombre Galvão”.
Él participó en la campaña contra Paraguay, destacándose por su bravura, así que recibió públicamente, de toda la prensa brasileña, un manifiesto diciendo que, como Obá II, ascendía al trono. Desde entonces publicaba, de tiempo en tiempo, dirigidos al pueblo de Brasil, unos manifiestos, menos correctos que interesantes, en los cuales exponía sus opiniones sobre asuntos nacionales, siempre firmando como Rey Obá II. Él era, naturalmente, monárquico y conservaba, pues, una digna autoridad, así como si fuera un príncipe.
Usaba barba al estilo Henrique IV, vestía siempre trajes oscuros y portaba un quevedos de oro, con lentes azules. A todos trataba con altivez, como suele hacer la realeza. Avanzaba sin mirar a nadie, hasta llegar a ser el primero en las recepciones. Con su sonrisa de superioridad observaba, entonces, a los demás. Saludaba displicentemente al personal de servicio, y aguardaba con ansiedad la llegada del Emperador. Entonces, su orgullo se derretía como manteca expuesta al sol.
No era de príncipe a príncipe que él saludaba. No! Su Majestad Obá II se hincaba de rodillas, cual un miserable vasallo y, siempre de hinojos, besaba las manos del Emperador. Esto se repetía, más o menos, en cada sábado.
Eduardo Silva, otro notable investigador, comenta cómo el príncipe Obá, o Don Obá II,reinaba en la “pequeña África”, rincón que con otro nombre aun existe en la parte antigua del centro de Río, liderando fiestas y rituales locales. Caminaba por las calles como si estuviera paseando en los salones de su palacio, y trajeado de rigor era saludado con reconocimiento: “¡Obá, Obá, oh príncipe Obá!”
Recibido regularmente por Don Pedro II, vestía en tales ocasiones con su uniforme militar. Algunas veces, la guardia del palacio alardeaba su llegada dándole tratamiento de rey, al que Obá II reaccionaba conmovido, distribuyendo propinas y regalos.
Depuesto el Emperador, el Gobierno Provisorio desmereció las honras del alférez, no lo consideró más como militar, le quitó el título de alférez y él sobrevivió pocos meses a esa deshonra. Un día después de su fallecimiento, los más importantes periódicos de la Corte le dedicaron artículos biográficos, en los cuales lo citaban como una figura dilecta en medio de la interminable galería de tipos de las calles de la ciudad.
Volviendo a Don Pedro II, dos días después de la Proclamación de la Republica, se embarcó hacia el exílio, con la familia imperial, con destino a Francia, donde moriria dos años más tarde. Preguntado si deseaba llevar algo del país, dijo que lo único que quería era una almohada rellena con la arena de su patria, sobre la cual posó la cabeza cuando llegó su fin.
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Publicado por Luiz Carlos Silva Pereira
Rio de Janeiro, Brasil
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