Nunca está demás tener a disposición una cuota de miedo en la realidad que vivimos actualmente. Mediante ella, no perdemos el alerta, reaccionamos a tiempo ante un eventual peligro, potencia nuestros reflejos. Eso, en un sentido positivo. Pero cuando el miedo se instala colectivamente y crece en forma desmesurada e irracional, no hay ninguna razón que pueda interpretar lo que está pasando ni lógica posible para poder bajar los decibeles emocionales a que estamos expuestos.
Manejar a una sociedad con el miedo ha sido una constante a lo largo de la historia. El control sobre la voluntad colectiva con el recurso del miedo permite la supervivencia del poder, quien mira fríamente a la perturbada masa que va perdiendo paulatinamente las referencias de seguridades que las mantenían en equilibrio.
Frente a una epidemia ya instalada, sabida por todos pero desconocida desde los estratos superiores de la gobernabilidad, o sea: “no oficializada”, el miedo inmediatamente afecta al sistema inmunológico y trae como consecuencia la baja de defensas que permitirían continuar con salud y con fuerza ante las circunstancias. Esto provoca más casos fatales que desalientan los ánimos y aumentan las estadísticas de defunciones que en forma injusta van cubriendo de luto a toda una nación.
Impunemente, con la total frialdad que responde a un indudable plan perverso, el poder se maneja con el miedo, somete a su pueblo a estertores de sufrimiento, y se consolida desde una altura desde la cual piensa que no le pasará nada.
Poder desarticular al miedo sería lo más saludable que le podría pasar a una población que sufre de pánico generalizado. Ante la información-desinformación, ante la falta de medios sanitarios eficaces, ante la indiferencia de quienes tienen en la mano la solución, una actitud objetiva y racional podría provocar un cambio positivo en la situación: sobre todas las cosas, tener presente que hemos sido víctimas de un recurso estratégico de poder que está sometiendo voluntades, comprometiendo el futuro y ensordeciendo razones.
El arma que se esgrime, siempre está dentro de la persona. Por lo tanto, quien usa el miedo como recurso para subsistir, también es una permanente víctima del miedo, que no expresa ni comunica, porque eso le significaría su total desintegración. Un poder ganado por el miedo a desaparecer, se alivia de esa posibilidad instalando su miedo afuera, o sea a sus gobernados. Mientras éstos tengan miedo, el apoderado sabe que nada ni nadie podrá contra él. Y consolidar el miedo permitiendo la muerte, la desesperación, no otorgando los recursos necesarios para acabar con el “enemigo”, no dando piedad ni amor a quienes lo instituyeron, sólo nos describe un corazón duro como la más dura de las rocas.
El poder sabe que la masa no piensa sino que se mueve obedeciendo a una corriente y cuando todo un territorio es víctima del miedo, se le ha firmado al poder un cheque en blanco que le asegura la permanencia un tiempo más. Un pueblo que va perdiendo a sus hijos y seres queridos por falta de atención sanitaria adecuada o se enferma porque su sistema inmunológico ha sido “inteligentemente” disminuido, o se expone al contagio por haber escuchado datos erróneos “oficiales”, es una masa desesperada que lo único que está buscando en forma desatinada es una luz en las tinieblas que no puede encontrar.
Invertir en salud no es un gasto, es un acto humanitario. Cuando un gobierno miente, oculta información y permite que el mal se extienda disminuyendo el sistema inmunológico a través del miedo como recurso de permanencia, estamos ante un crimen de lesa humanidad.
Publicado por Wenceslao Laguna
Lima, Perú
Manejar a una sociedad con el miedo ha sido una constante a lo largo de la historia. El control sobre la voluntad colectiva con el recurso del miedo permite la supervivencia del poder, quien mira fríamente a la perturbada masa que va perdiendo paulatinamente las referencias de seguridades que las mantenían en equilibrio.
Frente a una epidemia ya instalada, sabida por todos pero desconocida desde los estratos superiores de la gobernabilidad, o sea: “no oficializada”, el miedo inmediatamente afecta al sistema inmunológico y trae como consecuencia la baja de defensas que permitirían continuar con salud y con fuerza ante las circunstancias. Esto provoca más casos fatales que desalientan los ánimos y aumentan las estadísticas de defunciones que en forma injusta van cubriendo de luto a toda una nación.
Impunemente, con la total frialdad que responde a un indudable plan perverso, el poder se maneja con el miedo, somete a su pueblo a estertores de sufrimiento, y se consolida desde una altura desde la cual piensa que no le pasará nada.
Poder desarticular al miedo sería lo más saludable que le podría pasar a una población que sufre de pánico generalizado. Ante la información-desinformación, ante la falta de medios sanitarios eficaces, ante la indiferencia de quienes tienen en la mano la solución, una actitud objetiva y racional podría provocar un cambio positivo en la situación: sobre todas las cosas, tener presente que hemos sido víctimas de un recurso estratégico de poder que está sometiendo voluntades, comprometiendo el futuro y ensordeciendo razones.
El arma que se esgrime, siempre está dentro de la persona. Por lo tanto, quien usa el miedo como recurso para subsistir, también es una permanente víctima del miedo, que no expresa ni comunica, porque eso le significaría su total desintegración. Un poder ganado por el miedo a desaparecer, se alivia de esa posibilidad instalando su miedo afuera, o sea a sus gobernados. Mientras éstos tengan miedo, el apoderado sabe que nada ni nadie podrá contra él. Y consolidar el miedo permitiendo la muerte, la desesperación, no otorgando los recursos necesarios para acabar con el “enemigo”, no dando piedad ni amor a quienes lo instituyeron, sólo nos describe un corazón duro como la más dura de las rocas.
El poder sabe que la masa no piensa sino que se mueve obedeciendo a una corriente y cuando todo un territorio es víctima del miedo, se le ha firmado al poder un cheque en blanco que le asegura la permanencia un tiempo más. Un pueblo que va perdiendo a sus hijos y seres queridos por falta de atención sanitaria adecuada o se enferma porque su sistema inmunológico ha sido “inteligentemente” disminuido, o se expone al contagio por haber escuchado datos erróneos “oficiales”, es una masa desesperada que lo único que está buscando en forma desatinada es una luz en las tinieblas que no puede encontrar.
Invertir en salud no es un gasto, es un acto humanitario. Cuando un gobierno miente, oculta información y permite que el mal se extienda disminuyendo el sistema inmunológico a través del miedo como recurso de permanencia, estamos ante un crimen de lesa humanidad.
Publicado por Wenceslao Laguna
Lima, Perú
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