Muchas veces decimos: es una obra de autor. ¿No?
Entonces, nada mejor que La dama de Shangai para definir qué es cine de autor. O sea, estamos ante alguien que deja marcas, huellas notables, que toma una simple historia policial que en manos de otro sería una peli más y van...tantas, pero tantas, y hace algo diferente, distinto, inmortal, para todas las épocas y todas las latitudes. Emerge entonces la figura del genio... de eso que hablábamos inicialmente: el cineasta de culto que reverencian todos.
Los primeros planos, los rostros sudorosos, los diálogos profundos, las situaciones caóticas, casi oníricas, casi surrealistas, de algunos pasajes y todo eso en una historia de cine negro, bien negro, film noir por excelencia, pero al que se le da un toque distinto, sustancial, de un director que deja su personalidad. Eso, señoras y señores, es cine de autor. Cuando sin saber quien filma, por algunas escenas, tomas, o secuencias, podemos decir, establecer sin temor a equivocarnos, esto es de Orson... como cuando vemos un cuadro de Renoir, o Van Gogh y no necesitamos ver la firma.
Las escenas finales de las películas, copiadas, homenajeadas hasta el hartazgo, resultan inolvidables. Esa secuencia de espejos múltiples que significan también maldad múltiple es algo sencillamente excepcional. Nadie puede dejar de quedar seducido por el film. Con dos puntales soberbios: Welles en su doble función de director e intérprete, y Rita, más actriz que nunca, desmitificada de su aureola de mujer fatal pero buena, aquí es fatal y no tan buena, como suele ocurrir con las mujeres del cine negro. Además no es la clásica pelirroja admirada. Está fría, distante, maquiavélica, y además rubia y con el cabello corto. Es una Rita distinta que juega como contrapartida del irlandés corpulento que interpreta Orson.
Rita y Orson... fundamentales Pero no son los únicos; los trabajos de Everett Sloane y Glenn Anders también alcanzan niveles superlativos. Qué cuarteto, por Dios...
Qué cine.
No voy a olvidar nunca algunas secuencias, como ser la canción sensual que entona Elsa en el yate. O el diálogo monólogo de Michael sobre la destrucción de los tiburones, impresionante metáfora que anticipa las posteriores derivaciones del argumento. O toda la secuencia del final en el parque de diversiones, en la casa de los locos, o en el mundo de los espejos, y la escena de Elsa implorando y la cámara a ras del suelo en plano medio, mientras Michael se va, se aleja, se retira, queriendo huir de toda la pesadilla, pero sabiendo al mismo tiempo que va a estar condenado al recuerdo.
Si alguno no vio esta película, persona a la que envidio, no deje de verla. Las citas con Welles son sencillamente impostergables, es el encuentro con el cine grande, el cine más grande, aquel que puede realizar muy poca gente... Aquí, transforma una novelita común que se vendía en quioscos de diarios, sin demasiadas expectativas, en un film inmenso...
Cada vez más inmenso con el paso de los años...
© Ángel Capparelli
Buenos Aires, Argentina
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